martes, 4 de diciembre de 2012

Una palabra constante


A veces me quiero morir. Me quiero ahogar en un pozo infinito. Llevarme las garras sucias que rasgan mi espalda. Hundir el pesar de mi dolor y callar por fin la angustia piadosa que me tira de los pies.

Las somnolientas noches de cansancio no me dejan vivir. No me dejan existir. Yo quiero reír.

La tranquilidad se vuelve un anhelo de niña; un deseo de cumpleaños ¿Es acaso este muro de lamentos que se dispara como cohete, el que me impide avanzar?

Un respiro, solo uno te pido. Déjame yacer en la penumbra de la quebrada. Morir. Cerrar los ojos. Olvidar las lágrimas. Arrinconar las penas y descansar.

El espacio que habito no es de nadie, sin embargo es como si fuera del demonio. 

El día que fuimos invadidos por armas y religiones morbosas, perdimos todo. El alma, el amor, la humildad y la bondad. Ahora abrimos las piernas por poder y abandonamos sueños por falta de aquél elemento hediondo llamado dinero. Te escupo una y mil veces y si pudiera te cagaría.

Siento una rabia incontrolable; un aullido escondido en la garganta como si una jauría estuviese a punto de ladrar.

Tengo un llanto apaciguado en mi estomago. Una llanura desolada y tímida.

En mis muslos escondo venas rotas. Y en mis pies, caminatas eternas.

Soy un espécimen deforme. Una llaga infinita. Un cúmulo de mierda y odio.

Si ponerme una bala en la sien o una cuerda alrededor del cuello solucionara los problemas, yo estaría tirada en el olvido. Sin embargo, tengo una zarpa que me empuja; unas piernas que no me abandonan y un corazón chorreante de sangre para tirarle encima a  quienes se me crucen.

Pero aún quiero morirme. Pero no hoy. Tal vez mañana.

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