Camino a casa me encontré con la basura sobrante del día
anterior. Detuve la marcha para ver qué cosas podían desprenderse desde aquél
cúmulo de porquería. Miré entre bolsas negras, pañales con mierda y restos de
comida. De pronto vi que algo en la oscuridad se movía. Divisé la silueta de
una cabeza y el brillo de unos ojos. Parecía un hombre. No estaba segura, pero
vi que tiritaba como un niño bajo la lluvia. Hacía frío. Notó mi presencia y se
introdujo más entre los desperdicios; se escondía. Miré hacia ambos lados de la
calle, percatándome de que nadie se acercara. Aguanté la respiración y metí la
mano entre la inmundicia para encontrar lo que parecía ser un hombre. Estuve
revolviendo el brazo por un buen rato, hasta que sentí algo parecido a las
escamas de un pez. Nada extraño de un basural, aunque el tamaño del lomo que
sentí, me llamó la atención: demasiado grande para el tipo de resina que uno
acostumbra a verse podrir en la sequedad del cemento. Quise arrancar algo de su
piel muerta, pero un quejido y un movimiento brusco que vino desde abajo me
detuvieron. Volví a tocar la profundidad del basural, esta vez con suavidad.
Ahí sentí la piel impasible y mal gastada del hombre que estaba buscando.
Lo tomé de lo que parecía ser una extremidad suya y, lo ayudé a salir. Cuando
intenté hacerlo descubrí que era muy pesado. Es por eso tuve que meter ambas
manos dentro de la basura. Tiré con todas mis fuerzas hasta que por fin salió
de ahí.
Calló sobre mí y, quedé anonadada por la inmensidad de sus
ojos y lo que ellos transmitían: una mezcla de miedo, incomprensión, soledad y
desesperación. Su respiración frenética y la histeria de su expresión me
horrorizaron. Asustada, quise gritar. Cuando intentaba salir despavorida del
lugar, el hombre se puso de pie, tomó de mis manos y me levantó
diciendo: “tengo frío. Abrázame”. Su voz estaba algo tembladera, sin embargo
habló con una claridad que me sorprendió mucho.
Me puse de pie, pero aún no estaba en mis cabales, es por
eso que no hice nada, sólo observé lo que el hombre hacía. Y como me vio
asustada comenzó a sollozar.
Lo rodee con mis brazos, tan delgados y débiles como el
cuerpo que tenía en frente. El hombre sonrió y me respondió con otro abrazo, me
cubrió con los desperdicios que le colgaban del cabello, brazos y cuello.
A pesar de su demostración amistosa. Su aroma me resultaba
repugnante, y su cuerpo algo enfermizo y descarnado.
Después de habernos revelado un poco de confianza, le dije
que saliera de ahí para que me acompañase. El hombre en respuesta me tartamudeó
en un lenguaje inteligible, como tratando de imitarme con su voz serena, la que
quizás calmaba hasta la ventisca más impetuosa del invierno.
Pese a que procuraba emitir las palabras correctas. La
disonancia que reproducía solo me permitieron escuchar: “viene el camión de la
basura”.
Y fue así como a la vuelta de la calle “El Peral” se asomaba
la nariz metálica de un enorme camión. Entre sus latas oxidadas el vehículo
acarreaba un enjambre de moscas y un par de hombres que colgaban desde sus
extremos. Me quedé observando su trayecto mientras se acercaban hacia nosotros.
Se movía de manera errática y veloz, como si lo condujera un ebrio. El vehículo
se detuvo cerca donde estábamos y, con su pestilencia convirtió el hedor del
aire, en veneno.
Tres tipos se nos acercaban. Uno de ellos era bajo, aunque
no parecía ser su altura real. Estaba encorvado como si hubiera quedado así de
tanto buscar en el suelo. Tenía la piel amarilla, los ojos cansados y, el
rostro como papel arrugado. Una derrota viviente del tabaco. Los
otros dos sujetos que venían con él parecían ser hermanos. Si no fuera por las
cicatrices y los agujeros asimétricos de los dientes incompletos que había en
uno de ellos, hubiese pensado que eran gemelos.
Rápidamente llegaron a su destino y comenzaron a cargar las bolsas de basura dentro del camión. El hombre y yo nos quedamos juntos mirando lo que hacían los tres tipos. Trabajaban sin hablar, ni titubear; de forma automática. De pronto uno de ellos levantó la cabeza y dirigió una mirada cansada y penetrante hacia nosotros y por primera vez se miraron entre ellos. Con una especie de seña dieron a entender que debían tomar al hombre para tirarlo adentro también, como si de otro bulto se tratase. Tras percatarme de aquello, me apee vertiginosamente al lado del hombre.
Cuando se aproximaron los traté de detener, pero me
ignoraron. Sólo bastó un manotazo por parte de uno de ellos para que yo saliera
volando hacia el pavimento. Todo esto pasaba en fracciones de segundos. Ellos
daban a entender que todo lo que hacían era por inercia. Y no por sentido
común. O por lo menos eso era lo que yo veía.
Entre los tres tomaron toda la extraña humanidad del hombre,
mientras yo gritaba con ira y agitación. Estos parecían ahogar los del hombre,
porque en ningún momento lo oí gritar. Y tampoco creo haberlo visto patalear.
Se acercaron a la parte de atrás del carro y arrojaron al
ser a la máquina compresora. Y oprimieron el botón que inmortalizaría aquél
instante.
Con el horror más profundo lancé un grito que raspó mi
garganta y sin pensarlo cargué nuevamente contra uno de los sujetos.
Nuevamente todo fue en vano y me llevé una tremenda bofetada, de esas
que se dan cuando molesta una mosca cerca de la cara.
Tumbada en el suelo, logré distinguir un sonido que me cortó
la respiración. Un ensordecedor crujido, parecido al de una retroexcavadora
comprimiendo todo lo que en ella había.
El estruendo de materiales que acarreaba la placa metálica,
pareció detenerse cuando se hizo presente un ruido similar al de un hueso
fracturándose. Corrí hacia la parte trasera del camión y la máquina volvió a
funcionar haciendo un estrépito superior al de antes.
Contemplé el cuerpo del hombre comprimirse como el de un
muñeco. Con las piernas torcidas de manera inhumana. No sabía
exactamente qué sucedía, todo me parecía muy difuso. No comprendía el encuentro
misterioso entre ese hombre y yo. Lo taciturno de la situación; lo incoherente
de los personajes del camión y la resonancia de las imágenes que se formaban en
la parte trasera de aquél instrumento que ceñía al ser vulnerable e impío como
si fuese nada.
Finalmente el camión volvió a expulsar humo de sus pulmones
y reanudó la marcha. Los hombres subieron sin que hubiese podido intentar
producir algún grito de auxilio.
Entre un escondrijo del carro, pude otear una figura que se
formaba en la basura, la que se componía por materiales irreconocibles.
Orgánicos o inorgánicos, no lo pude saber. Sólo era una constelación hecha de
mugre que se asemejaba a la cara del hombre, que me sonreía y se
despedía.
Al término del proceso de recolección de basura, me quedé
sentada en la mitad de la calle, aturdida, confundida y sobre todo noqueada,
acompañando con la mirada la marcha de aquél vehículo infernal. El que se lleva
dos veces a la semana la suciedad que se emana de las casas.
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