lunes, 29 de agosto de 2011

El hombre de la basura



Camino a casa me encontré con la basura sobrante del día anterior. Detuve la marcha para ver qué cosas podían desprenderse desde aquél cúmulo de porquería. Miré entre bolsas negras, pañales con mierda y restos de comida. De pronto vi que algo en la oscuridad se movía. Divisé la silueta de una cabeza y el brillo de unos ojos. Parecía un hombre. No estaba segura, pero vi que tiritaba como un niño bajo la lluvia. Hacía frío. Notó mi presencia y se introdujo más entre los desperdicios; se escondía. Miré hacia ambos lados de la calle, percatándome de que nadie se acercara. Aguanté la respiración y metí la mano entre la inmundicia para encontrar lo que parecía ser un hombre. Estuve revolviendo el brazo por un buen rato, hasta que sentí algo parecido a las escamas de un pez. Nada extraño de un basural, aunque el tamaño del lomo que sentí, me llamó la atención: demasiado grande para el tipo de resina que uno acostumbra a verse podrir en la sequedad del cemento. Quise arrancar algo de su piel muerta, pero un quejido y un movimiento brusco que vino desde abajo me detuvieron. Volví a tocar la profundidad del basural, esta vez con suavidad. Ahí sentí la piel impasible y mal gastada del hombre que estaba buscando.  Lo tomé de lo que parecía ser una extremidad suya y, lo ayudé a salir. Cuando intenté hacerlo descubrí que era muy pesado. Es por eso tuve que meter ambas manos dentro de la basura. Tiré con todas mis fuerzas hasta que por fin salió de ahí.
Calló sobre mí y, quedé anonadada por la inmensidad de sus ojos y lo que ellos transmitían: una mezcla de miedo, incomprensión, soledad y desesperación. Su respiración frenética y la histeria de su expresión me horrorizaron. Asustada, quise gritar. Cuando intentaba salir despavorida del lugar, el hombre se puso de pie,  tomó de mis manos y me levantó diciendo: “tengo frío. Abrázame”. Su voz estaba algo tembladera, sin embargo habló con una claridad que me sorprendió mucho.
Me puse de pie, pero aún no estaba en mis cabales, es por eso que no hice nada, sólo observé lo que el hombre hacía. Y como me vio asustada comenzó a sollozar.
Lo rodee con mis brazos, tan delgados y débiles como el cuerpo que tenía en frente. El hombre sonrió y me respondió con otro abrazo, me cubrió con los desperdicios que le colgaban del cabello, brazos y cuello.
A pesar de su demostración amistosa. Su aroma me resultaba repugnante, y su cuerpo algo enfermizo y descarnado.
Después de habernos revelado un poco de confianza, le dije que saliera de ahí para que me acompañase. El hombre en respuesta me tartamudeó en un lenguaje inteligible, como tratando de imitarme con su voz serena, la que quizás calmaba hasta la ventisca más impetuosa del invierno.
Pese a que procuraba emitir las palabras correctas. La disonancia que reproducía solo me permitieron escuchar: “viene el camión de la basura”.
Y fue así como a la vuelta de la calle “El Peral” se asomaba la nariz metálica de un enorme camión. Entre sus latas oxidadas el vehículo acarreaba un enjambre de moscas y un par de hombres que colgaban desde sus extremos. Me quedé observando su trayecto mientras se acercaban hacia nosotros. Se movía de manera errática y veloz, como si lo condujera un ebrio. El vehículo se detuvo cerca donde estábamos y, con su pestilencia convirtió el hedor del aire, en veneno. 
Tres tipos se nos acercaban. Uno de ellos era bajo, aunque no parecía ser su altura real. Estaba encorvado como si hubiera quedado así de tanto buscar en el suelo. Tenía la piel amarilla, los ojos cansados y, el rostro como papel arrugado. Una derrota viviente del tabaco.  Los otros dos sujetos que venían con él parecían ser hermanos. Si no fuera por las cicatrices y los agujeros asimétricos de los dientes incompletos que había en uno de ellos, hubiese pensado que eran gemelos.

Rápidamente llegaron a su destino y comenzaron a cargar las bolsas de basura dentro del camión. El hombre y yo nos quedamos juntos mirando lo que hacían los tres tipos. Trabajaban sin hablar, ni titubear; de forma automática. De pronto uno de ellos levantó la cabeza y dirigió una mirada cansada y penetrante hacia nosotros y por primera vez se miraron entre ellos. Con una especie de seña dieron a entender que debían tomar al hombre para tirarlo adentro también, como si de otro bulto se tratase. Tras percatarme de aquello, me apee vertiginosamente al lado del hombre.
Cuando se aproximaron los traté de detener, pero me ignoraron. Sólo bastó un manotazo por parte de uno de ellos para que yo saliera volando hacia el pavimento. Todo esto pasaba en fracciones de segundos. Ellos daban a entender que todo lo que hacían era por inercia. Y no por sentido común. O por lo menos eso era lo que yo veía. 
Entre los tres tomaron toda la extraña humanidad del hombre, mientras yo gritaba con ira y agitación. Estos parecían ahogar los del hombre, porque en ningún momento lo oí gritar. Y tampoco creo haberlo visto patalear.
Se acercaron a la parte de atrás del carro y arrojaron al ser a la máquina compresora. Y oprimieron el botón que inmortalizaría aquél instante.
Con el horror más profundo lancé un grito que raspó mi garganta y sin pensarlo cargué nuevamente  contra uno de los sujetos. Nuevamente todo fue en vano y me llevé una  tremenda bofetada, de esas que se dan cuando molesta una mosca cerca de la cara.
Tumbada en el suelo, logré distinguir un sonido que me cortó la respiración. Un ensordecedor crujido, parecido al de una retroexcavadora comprimiendo todo lo que en ella había.
El estruendo de materiales que acarreaba la placa metálica, pareció detenerse cuando se hizo presente un ruido similar al de un hueso fracturándose. Corrí hacia la parte trasera del camión y la máquina volvió a funcionar haciendo un estrépito superior al de antes.
Contemplé el cuerpo del hombre comprimirse como el de un muñeco.  Con las piernas torcidas de manera inhumana. No sabía exactamente qué sucedía, todo me parecía muy difuso. No comprendía el encuentro misterioso entre ese hombre y yo. Lo taciturno de la situación; lo incoherente de los personajes del camión y la resonancia de las imágenes que se formaban en la parte trasera de aquél instrumento que ceñía al ser vulnerable e impío como si fuese nada.
Finalmente el camión volvió a expulsar humo de sus pulmones y reanudó la marcha. Los hombres subieron sin que hubiese podido intentar producir algún grito de auxilio.
Entre un escondrijo del carro, pude otear una figura que se formaba en la basura, la que se componía por materiales irreconocibles. Orgánicos o inorgánicos, no lo pude saber. Sólo era una constelación hecha de mugre que se asemejaba a la cara del hombre,  que me sonreía y se despedía.
Al término del proceso de recolección de basura, me quedé sentada en la mitad de la calle, aturdida, confundida y sobre todo noqueada, acompañando con la mirada la marcha de aquél vehículo infernal. El que se lleva dos veces a la semana la suciedad que se emana de las casas.                                                                                                    

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